Hacía tres años y medio que habíamos dejado nuestra patria para servir al Señor en este nuevo país musulmán. Lugar que hoy después de tantos años ya es nuestra tierra de adopción. Era el momento de volver por primera vez a nuestro país de origen. Visitaríamos a nuestra familia y a algunas iglesias que nos habían estado acompañando a la distancia.

Había muchas expectativas en nuestros corazones por aquel primer regreso, y estábamos preparando el viaje con bastante tiempo. Pero una de las experiencias que más nos marcarían como familia en aquellos días, no sería nuestro retorno a Sudamérica sino nuestra partida del Norte de África.
Iglesia
Hacía apenas poco más de un año que por la gracia de Dios habíamos sido parte activa en el nacimiento de una nueva congregación en nuestra ciudad. Ya para ese entonces nos juntábamos cada semana con unos quince preciosos hermanos nacionales.
Estaban creciendo en unidad y conocimiento de la Palabra, como así también en el servicio, y algunos ya se perfilaban para el ministerio. Nosotros también crecíamos junto a ellos, seguíamos aprendiendo el idioma local y estábamos haciendo la mejor escuela de ministerio que podríamos haber conocido. Estábamos aprendiendo a realizar la obra de Dios en un contexto muy diferente al de nuestro origen. Muchos de los encuentros de la joven iglesia se habían hecho en nuestra casa. Habíamos realizado varios bautismos y reuniones especiales, como por ejemplo la celebración de la Navidad y del día de Resurrección. Habíamos hecho algunas salidas campestres, pasando el día en comunión y compartiendo nuestro culto al Señor en las cercanías de algún lago, donde también pudimos realizar algunos bautismos más.

Nuestro amado Padre nos estaba mimando exageradamente, y nosotros estábamos viviendo todas estas cosas bajo una expectativa llena de asombro de ver lo que Dios estaba haciendo con nosotros. Pero llegó el momento de la partida y comenzaron las despedidas. Íbamos a estar fuera solamente por un par de meses, pero por la magnitud de las despedidas parecía que nos íbamos para nunca más volver. El día domingo cuando nos juntamos con la iglesia, hasta la Palabra fue especialmente preparada para nosotros. Luego oraron por nosotros y nos llenaron de regalos. También algunos nos dieron presentes para que lleváramos a nuestra familia.
De más está decir que las lágrimas corrían por todos lados. Nuestros nuevos hermanos, a los que apenas hacía poco más de un año habíamos conocido, estaban llorando nuestra partida y nos honraban como a personas importantes entre ellos. Si bien todo ese mismo amor que nos manifestaban también lo sentíamos nosotros hacia ellos, fue recién por esos días que nos dimos verdadera cuenta de lo que Dios había hecho en nuestras vidas y con nuestros hermanos locales.
Promesa cumplida
El Señor había cumplido su promesa de que: «cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna.» (Mt 19:29). Él le daría cien veces más en esta tierra. Habíamos dejado mucho en nuestra patria, pero Dios nos había dado mucho más en nuestra nueva tierra. Nos había dado una nueva y verdadera familia. No estábamos solos, y no éramos extraños para nuestros queridos hermanos. Éramos uno más de ellos. Nos habían aceptado. Nos incorporaron de verdad a sus vidas. Y nos amaban. Recibían nuestro amor. Lloraban con nosotros mientras nos abrazaban, pues no nos verían por un par de meses después de un año intensivo de compartir cosas muy bonitas, juntos en el Señor. Éramos parte de su nueva identidad, como familia. Ellos también hoy son parte de nuestra identidad en Cristo. Son nuestra nueva familia.
Solo Dios puede hacer cosas tan preciosas como estas…
(este testimonio es parte del libro «David y Goliat…»)
