Vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria. Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije: ¡Ay de mí! Que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al rey, Jehová de los ejércitos.Y voló hacia mi uno de los serafines, teniendo en sus manos un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado. Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí (Is 6.1-8).
Aún los serafines, espíritus ministradores de Dios, siendo sin pecado, se cubren sus rostros ante la presencia majestuosa y santa de Dios. Como el Señor mismo afirma a Moisés cuando este le pidió ver su gloria: «No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá» (Éx 33.20).
Tal es la magnificencia del Altísimo, tal es el resplandor de su gloria, tal es la hermosura de su santidad, tal su pureza; y de la misma manera tal es la impureza y contaminación de la naturaleza pecadora del hombre que no podría permanecer ni tan siquiera un segundo en su presencia santa. ¡Oh, si pudiéramos comprender un poco de la santidad de Dios!
También estos serafines en la presencia de Dios cubren sus pies, como señal de que todo lugar que contiene la presencia del Altísimo Soberano es santo. Por esto mismo el Señor, mientras se manifestaba a Moisés hablando con él desde la zarza ardiendo, le dijo: «No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tu estas, tierra santa es […] entonces Moisés cubrió su rostro porque tuvo miedo de mirar a Dios» (Ex 3.5-6). Otra vez, es Moisés quien cubre su rostro por temor ante la santidad gloriosa de Dios.
Santo, santo, santo
Haremos bien en prestar la atención que se merece al hecho de la repetición por tres veces de la palabra «santo». Debemos saber que en la literatura hebrea se usaba este tipo de repetición como una forma de énfasis acentuada; y lo vemos en distintas ocasiones a lo largo de las Escrituras. Para que podamos entender la suma importancia de la santidad de Dios, Él nos lo revela con gran énfasis en la exaltación y reconocimiento por parte de los serafines, proclamando: «¡Santo, santo, santo!». Vale destacar que nunca leemos en la Biblia que Dios es amor, amor, amor; o misericordia, misericordia; o justicia, justicia, justicia; o poder, poder, poder; antes bien Él es «Santo, santo, santo». Y todo tiembla y se estremece ante la presencia de la santidad de Dios.
Esta vez es Isaías quien teme por su vida ante tan gloriosa santidad. Es de destacar que cuanto más se nos revela la gloria y santidad del Señor a nuestras vidas, más desnudos y desprotegidos quedamos, dejando al descubierto nuestra miseria e inmundicia. Isaías se compadece de si mismo diciendo: « ¡Ay de mí, que soy muerto».
La santidad de Dios es tan sublime y nosotros tan pecadores, que se nos hace extremadamente difícil comprenderla. ¿Qué es la santidad? ¿Cómo es la santidad? ¿Qué se siente al ser santo? ¿Cómo se comporta lo santo? ¿Cómo nosotros siendo pecadores, de labios inmundos, que hemos nacido en naturaleza de pecado, podremos entender o explicar la santidad, si no es por revelación del Espíritu Santo a lo más profundo de nuestro ser? Nuestro querido pastor Keith Bentson lo ejemplificaba diciendo que es como pretender explicar cómo es el ancho y profundo mar a alguien que jamás lo ha visto, ni siquiera en fotos, mostrándole un vaso de agua de aquel inmenso mar. Por más que nos esforcemos con las mejores explicaciones, jamás lo lograremos. Aun así, haremos un esforzado intento.
En este punto estoy casi inmóvil, sin poder expresar siquiera nada. Pensando y repensando. Meditando y volviendo a meditar. Vuelvo atrás y releo lo escrito hasta aquí… no puedo avanzar. Se me hace tan difícil. Lo sé, no es con palabras que conoceremos la santidad. Pero cuando se manifiesta en nuestras vidas, no se necesitan ni alcanzan las palabras para expresarlo. También es cierto, que cuando se nos manifiesta somos transformados y no podemos permanecer iguales, podemos decir que somos bautizados en ella. La santidad de Dios nos envuelve, nos inunda, ya no somos los mismos. Y este es el proceso de santificación por el que el Señor desea hacernos pasar. ¡Oh, que podamos dejar que el Espíritu Santo nos guíe cada momento a su santa presencia y así avanzar día a día en este proceso de santificación, siendo transformados a la misma imagen de nuestro Señor Jesucristo!
Dios es trascendente
La primera imagen que se nos viene a la mente cuando hablamos de santidad es de pureza y perfección. Y esto es verdad. Pero no es exclusivamente esto. Es más que esto. Permítanme un atrevimiento: decir que Dios es santo es decir que Dios es trascendente.
R. C. Sproul, en su excelente libro sobre este tema, La santidad de Dios, lo describe de manera inigualable de la siguiente manera:
Trascendencia es aquello que está más allá de los límites naturales y desligados de ellos. Excede los límites usuales. El vocablo trascendencia describe a Dios en su majestad consumidora, en su elevada excelsitud. Señala la infinita distancia que separa a Dios de toda criatura. Él sobrepasa infinitamente a todo lo demás. Cuando la Biblia llama a Dios santo quiere significar primeramente que Dios está trascendentalmente separado. Él está por encima y más allá de nosotros, que parece casi totalmente extraño a nosotros. Ser santo es ser otro, ser diferente de una manera especial. Las cosas que son santas están separadas, apartadas del resto. Han sido consagradas, separadas de lo común, para el Señor y para su servicio. Es una pureza trascendente. Cuando la palabra santo se aplica a Dios, no significa un atributo en particular. La palabra se usa como sinónimo de su deidad. La palabra santo llama la atención sobre todo lo que Dios es. Nos recuerda que su amor es amor santo, su justicia es justicia santa, su misericordia es misericordia santa, su conocimiento es conocimiento santo, su espíritu es espíritu santo.
Dios santifica su nombre en nosotros
Vienen, a la iglesia y a nuestras vidas en particular, tiempos de poda para que llevemos más y mejores frutos para su gloria. Esto no es sino con dolor. No son tiempos fáciles, ni blandos, ni ligeros. Es tiempo de quebrantos y humillación delante de la majestad de la gloria de Dios.
Y santificaré mi grande nombre, profanado entre las naciones, el cual profanasteis vosotros en medio de ellas; y sabrán las naciones que yo soy Jehová, dice Jehová el Señor, cuando sea santificado en vosotros delante de sus ojos (Ez 36.23).
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